Artículo aparecido en el nuevo periódico digital ileon.com
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Los chavales, sobre todo los que comenzaron a estudiar las Titulaciones antiguas, y que optaron por cambiarse este curso a los Grados, juran y perjuran que no encuentran las diferencias por ningún lado, y si acaso existen, se limitan a que ahora tienen que trabajar un poco más (tremendo varapalo) sin garantías de una mejora en los resultados.
Los profes, sobre todo los que llevan muchos años dando clases, están que echan las muelas por la misma razón que su alumnado: hay que trabajar más, hay que echar más horas y… qué coño, ¡a ellos les pagan lo mismo!
Para los que no sepan muy bien de qué va el tema, a grandes rasgos el denominado Proceso de Bolonia se trata de un proceso iniciado en 1999, tras la firma de una declaración por parte de los ministros de educación de la UE (junto con otros países como Rusia y Turquía), por la que se comprometían a “facilitar el intercambio de titulados y adaptar el contenido de los estudios universitarios a las demandas sociales, mejorando su calidad y competitividad a través de una mayor transparencia y un aprendizaje basado en el estudiante, cuantificado a través de los créditos ECTS”. El proceso iniciado con la declaración (pese a no ser ésta vinculante, por no tener la UE competencias en educación) condujo a la creación del llamado Espacio Europeo de Educación Superior (aquí más información)
¿Qué suponía el proceso aplicado a la realidad universitaria?
En la teoría, suponía una nueva denominación de las titulaciones, una reestructuración de sus contenidos para homologarlos a las exigencias europeas, la aplicación de un método de aprendizaje permanente y la integración total de las nuevas tecnologías en el proceso educativo universitario. También se presuponía que era buen momento para arreglar el mapa nacional de titulaciones, de lo que iba a encargarse la ANECA, y que acabó siendo otro bluff.
En la práctica, ha supuesto simple y llanamente seguir haciendo las cosas como se venían haciendo hasta el momento, pero diciendo que se están haciendo de otra manera; es decir: una engañifa.
El alumnado continúa llegando a la Universidad con una falta alarmante de formación básica (asunto irremediable si los dos grandes partidos de este país no establecen de una vez un pacto educativo que evite los vaivenes resultantes de los cambios de gobierno).
El profesorado está tremendamente acomodado a sus métodos arcaicos, a las lecciones magistrales y a bajar los apuntes a la fotocopiadora, aunque voy a reconocer cierta predisposición a aceptar los cambios.
El problema surge por la prisa en la implantación del proceso a la que han llegado la inmensa mayoría de las universidades españolas y, de forma aún más acusada, por la falta de fondos para realizarlo. La implantación de la nueva metodología, que incluye la evaluación continua, la eliminación de los exámenes como herramienta única y la utilización de nuevas tecnologías, necesita de un desembolso económico potente, que en las circunstancias actuales es imposible. Si se quiere hacer un seguimiento personalizado de la evolución de cada alumno, es impensable que un profesor tenga en clase 150 o incluso 200 chavales. Si se quieren eliminar los exámenes, a ver quién es el guapo que se corrige 150 trabajos a la semana (o cada quince días, da igual).
Por otro lado, el desarrollo y la utilización de las TICs requieren así mismo de una inversión, tanto en infraestructuras como en formación (o lo que es lo mismo, más pasta y más tiempo, que también es pasta).
Pero de dinero… NADA. Implantación a coste cero.
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